martes, 13 de abril de 2010

¿Bienestar o plenitud?

Todos hemos oído hablar del ya famoso estado del bienestar. Como bien indica su nombre, este estado corresponde a esa situación personal o colectiva de estar “bien”. He aquí nos encontramos ya con el primero de los problemas que implica este estado ¿qué quiere decir en este contexto “bien”? Empecemos, entonces, este artículo por intentar dar una primera definición de este estado para acabar anteponiéndolo a otro concepto, la “plenitud”.





Actualmente asociamos el llamado estado del bienestar con el estilo de vida propio y característico de la mayor parte de los países occidentales y algunos de orientales. En ellos hallamos multitud de diferencias, pero siempre se mantienen unos rasgos en común, llámense el sueño americano, el bienestar o como se desee. Estos rasgos son propios de las personas de clase media que, afanosas, buscan un estado placentero pero a la vez llevadero. Es así como damos con un grupo social amplio cuyos fines y objetivos se reducen a estar “bien”, entendiendo este concepto como tener una vida cómoda, sin ambiciones espirituales, tibia y, en definitiva, tremendamente aburrida.
La vida de este grupo social se reduce simplemente a vivir bajo un techo, en tener un trabajo, ya sea a disgusto o no, tener unas vanas preocupaciones como son los créditos, los aumentos, las vacaciones, el tiempo y dejar así discurrir el paso de los días.

A palabras de Herman Hesse y su “El lobo estepario” (libro que será ampliamente mencionado en este blog), este bienestar no es más que: “Es algo hermoso esto de la autosatisfacción, la falta de preocupaciones, estos días llevaderos, a ras de tierra, en los que no se atreven a gritar ni el dolor ni el placer, donde todo no hace sino susurrar y andar de puntillas. Ahora bien, conmigo se da el caso, por desgracia, de que yo no soporto con facilidad precisamente esta semisatisfacción, que al poco tiempo me resulta intolerablemente odiosa y repugnante […]”



Este estado, tan bien descrito por Hesse, se está abriendo paso, inexorablemente, en nuestra sociedad, llenando nuestros corazones de una apacible y llevadera apatía que nos embarga y nos hace estar, casi siempre, en esta tibia franja de temperaturas, lejos del dolor y del goce, del placer y de los tormentos.

¿Es esta vida envidiable o deseable? Despertarse, hacer cada cual sus quehaceres y volver a acostarse, teniendo la sensación de que un nuevo día ha pasado, igual que el anterior y presumiblemente igual que el venidero.

Este estado de bienestar es antagónico a otro estado, el que se encuentra alejado de esta monótona tibieza, que podríamos llamar, a falta de un mejor nombre, “plenitud”. A palabras de “El lobo estepario”, siguiendo con el párrafo anteriormente mencionado: “Entonces se inflama en mi interior un fiero afán de sensaciones, de impresiones fuertes, una rabia de esta vida degradada, superficial, esterilizada y sujeta a normas, un deseo frenético de hacer polvo alguna cosa […]”

Y ya están todos los ingredientes dispuestos para una reflexión. ¿Qué ansiamos para nuestra existencia? Una vida placentera, pero sin aspavientos, en una tibieza tranquila pero sin goce, sin llegar a convertirse en “los inmortales” de que habla Hesse, viviendo una vida sin sensación de estar viviéndola; o, por el contrario, una vida de extremos, entre tormentos y goces, entre altas y bajas temperaturas, sintiendo cada instante como si del último se tratase e intentar así llegar a convertirse en uno de los “inmortales”.

Cabe destacar, antes de seguir con esta línea de reflexión, que, como bien indicia Hesse, esta llamada plenitud implica un perjuicio para el “yo”, ya que “En lugar de estrechar tu mundo, de simplificar tu alma, tendrás que acoger cada vez más mundo, tendrás que acoger a la postre al mundo entero en tu alma dolorosamente ensanchada, para llegar acaso algún día al fin, al descanso. Por este camino marcharon Buda y […]”



La decisión a tomar, conociendo ahora todo lo que ello conlleva, se muestra difícil y aun irresoluble, pero si uno recorre las calles, da con cualquier persona, joven o grande, chico o chica, simpático o antipático, no podrá más que reconocer, seguramente, los claros signos del bienestar en ellos, de la apatía, de llevar una vida sin exaltaciones. Aunque es cierto que, en el caso de los jóvenes, este bienestar parece estar aletargado, sustituido por una momentánea exaltación que convierte, en cierta manera, sus vidas en un estado, salvando las distancias, parecido al de “plenitud”. Ahora bien, este estado no tarda en desfallecer a manos del tiempo, quién acaba por asestar una mortal estocada a esta supuesta “plenitud” deshinchándola como a un globo.

Ahora bien, no asociéis por mi comparación “plenitud” con la idea que seguramente tendréis sobre la juventud, pues la “plenitud” destila mucho más que no ese estado propio de jóvenes, pero lo cierto es que, en cierta medida, se asemeja ligeramente a él, pues esta “plenitud” implica vivir la vida oscilando entre “la infinidad de polos que componen el alma humana”, que diría Hesse, sin restar en un tibio punto intermedio en el que nada es frío ni caliente, y este punto es compartido por la manera de vivir de muchos jóvenes y niños. “Convertirse en niño antes de llegar al superhombre”, que diría Nietzsche.

Y aquí dejo esta breve reflexión, donde se confrontan dos estados opuestos, el bienestar, propio y común de gran parte de la población, y esa llamada “plenitud”, que nos permite gozar de los extremos de la vida, teniendo así la sensación de vivir y no únicamente sentir el lento e incansable paso de los días, que se cierran en un ciclo monótono que empieza cada Lunes y acaba el Domingo.

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