viernes, 20 de agosto de 2010

Preso de la libertad

Vagabundeando por mi ordenador he dado con un texto que escribí hace bastante. No sé por qué me ha dado por leerlo, tras tanto tiempo, pero lo he hecho. Antes de publicarlo no puedo evitar recordar el prólogo de "Un mundo feliz" (quizás era sólo en mi edición) donde Aldous Huxley consigue, nuevamente, decir cuanto yo quisiera. Resumiendo, para quién no tenga la misma edición, habla de su obra años después de escrita, y comenta las muchas cosas que cambiaría, pero remarca que mejor no cambiar nada, porque es un claro reflejo de la persona (él mismo con unos años menos) que lo escribió. No sé si es aplicable a mi caso, pero consideraré que sí. Sin más, os lo dejo, avisando de antemano que incluso a mí me parece en ciertos momentos pesado y recargado, y las ideas que se expresan no parecen ya muy claras, porque se abren demasiados frentes.

Preso de la libertad

La torre se alzaba, indolente, en medio de las murallas del castillo. Su altura no era nada desdeñable y casi parecía querer acariciar el regazo de los dioses en lo alto del cielo. Éste estaba enturbiado, de un color grisáceo que no auguraba nada bueno. En lontananza se oía el graznar de los cuervos. El mar, que parecía rodear el castillo, restallaba, embravecido, contra los peñascos que servían de cobijo al castillo.

Sólo una era la luz que brillaba, con denodada furia, en la torre, todo lo demás estaba oscuro, como si la muerte hubiese visitado ese lugar dejando su huella. El candil, pues era un candil el causante de la luz, se encontraba en lo más alto de la torre, y sus relampagueantes haces de luz se escabullían a través de un pequeño ventanuco.
De súbito, un ruido en los aposentos inferiores de la torre hizo suponer vida en ese horripilante lugar. El hombre causante del ruido era un tipo encorvado que, empuñando una antorcha, subía las escaleras de caracol en dirección a la cúspide de la torre. Tenía una melena color azabache, aunque ya empezaban a aparecer las primeras hebras plateadas; su rostro no era para nada hermoso, tenía una desproporcionada nariz, unos ojos grises saltones que miraban todo con ira, una boca torcida y una peculiar y mal curada cicatriz en su mejilla. Su andar era renqueante, quizás provocado por una herida en la pierna izquierda, que arrastraba bastante grotescamente. En la siniestra llevaba un pequeño cuenco de cerámica con un extraño líquido humeante en su interior.

Con lentitud empezó a subir las escaleras, sin preocuparse por las telas de araña que aquí y allí proliferaban. Poco después, aún a mitad de camino, emitió una queda maldición: la pierna herida parecía dolerle. Su voz era fría y grave, y también tenía cierto deje gutural, hecho que ayudaba aún más a conferirle un aspecto de lo más terrorífico.

Al fin, no sin antes volcar parte del contenido del cuenco en las escaleras, llegó al piso de arriba. Respirando fatigosamente se aproximó hasta la puerta enrejada que conducía a la habitación iluminada por el candil. Se detuvo delante de la puerta y, dejando sujeta la antorcha en una apertura de la pared, rebuscó entre un manojo de llaves hasta dar con una que le serviría para abrir la puerta que se erguía ante él.

Introdujo con lentitud la llave y la hizo girar con gesto medido. La puerta se abrió y el hombre dio un paso enfrente y se adentró en los aposentos. Entrecerró los ojos para protegerse las delicadas pupilas, acostumbradas a la oscuridad, y examinó el interior.

La habitación era grande y estaba bien caldeada, tanto que aun el suelo, de piedra, se encontraba embutido de cierto calor. En una esquina del cuarto había una rudimentaria cama, que no era más que un rectángulo tallado en la piedra con un poco de paja por encima que hacía las veces de colchón. Cerca de la cama había una pequeña apertura que conducía a una sala de diminuto tamaño que servía de escusado. La parte central de la habitación estaba desierta, sin objeto alguno. En la otra esquina había una pequeña mesa de caoba repleta de pergaminos y algún que otro libro y también, encima de la mesa, se encontraba el candil que refulgía con denodada furia. Justo enfrente de la mesa había una silla de madera, bastante carcomida, que era donde se encontraba el habitante de esos aposentos, inmerso en la lectura de un extraño y antiguo libro.

Era un tipo bajo y enjuto, hay quiénes dirían que incluso raquítico. Tenía una abundante melena castaña que caía, desordenada, por encima de sus hombros. Las manos, y la piel en general, eran suaves, como si nunca hubiese tocado objeto alguno que pudiera dañarlas. En su rostro destacaban unos ojos grandes y, extrañamente, con un iris de cada color: uno era de un azul vivo mientras que el otro tenía un tono grisáceo.

Cuando el hombre se acercó y le dejó, como pudo, el cuenco encima de la mesa, el otro se giró.

- Gracias por… ¿la cena? Aquí dentro uno no se aclara con los sistemas de medición de los humanos. ¿Quién sabe qué es el día y qué es la noche?- Comentó el preso. Y tenía razón. No tenía forma alguna de saber qué era el sol o la luna, ya que la única ventana que había se alzaba demasiado alta y pequeña como para dejar entrever nada a través de ella.

El carcelero emitió un gruñido hosco y no respondió.

- Uno no entiende por qué nunca hablas.

El carcelero no respondió, sólo examinó al preso mientras tendía una mano, en espera de algo.

- Uno quiere que os quedéis un rato más.- El carcelero gruñó y el preso, rebuscando entre los pergaminos y los papeles, le tendió un cuenco, ya vacío, que el carcelero tomó con prontitud.

Acto seguido el carcelero se giró y volvió a rebuscar entre el manojo de llaves, de espaldas al preso. Éste hubiera podido abatirle, pero volvía a estar inmerso en la lectura. Cuando, al fin, el carcelero dio con la llave salió de la habitación, cerrando la puerta enrejada con la llave. Una vez fuera, volvió a las escaleras y, con un par de resoplidos, empezó a bajarlas.

Entretanto, el preso cogió con delicadeza una pluma y marcó un nuevo y pequeñísimo signo en un pergamino lleno hasta la mitad. Según sus cálculos, eran ya treinta-y-cinco mil cuatrocientas ochenta y tres marcas, lo que indicaba que ya contaba con aproximadamente noventa y siete años, descontando, claro está, los días de su más tierna infancia, donde no había anotado ninguna marca. Por ese motivo se vanagloriaba de haber superado la centuria, cosa que, en los libros que leía, parecía toda una hazaña. Lo que en realidad el pobre preso no tenía en cuenta era que las comidas se sucedían tres veces al día, lo que le confería, si hubiese realizado correctamente los cálculos y hubiese tenido en cuenta la infancia, una edad de treinta y pocos años.

Y esos eran los años que llevaba encerrado en esa ridícula habitación. Habitación de la que conocía, por supuesto, hasta el más nimio de los detalles, como así conocía todos y cada uno de los libros que cada semana, o cada dos, el carcelero le llevaba para su regocijo.

Fuera, el cielo se oscureció, y los nubarrones grisáceos que antes cubrían la inmensidad del cielo se tornaron negras nubes de tormenta, que pronto desataron su furia sobre la tierra. Relampagueantes rayos surcaban el firmamento para ir a impactar en la desierta estepa, sonoros truenos retumbaron como si del rugir de un dios se tratara. Fue en este instante, cuando la tormenta llegaba a su apoteosis, que el preso, temeroso de esos rugidos que podía oír pero no ver, decidió ir a acostarse, arrebujándose en la áspera manta de lana intentando olvidar así el ensordecedor ruido. Pronto cayó en un profundo sueño.

De súbito, se oyeron ruidos de metal en la planta baja. Los aguzados oídos del preso pronto detectaron esas alteraciones en la monotonía que era su vida, y eso hizo que se pusiera en alerta, asustado. El entrechocar de los metales se asemejaba al ruido de las espadas al cruzarse en una lid, o eso pensaba el preso, que nunca lo había oído.

Y estaba en lo cierto. En el piso de abajo de la torre habían irrumpido tres caballeros enarbolando sendas espadas. La puerta que separaba la torre del exterior era una simple portezuela de madera carcomida que no había soportado el envite de un par de estocadas. Aun así, el golpe había originado el suficiente estrépito como para hacer que los tres habitantes de la torre salieran a ver qué provocaba ese estruendo. Cuando dieron de bruces con esos tres caballeros pronto descubrieron cuál iba a ser su destino.

Uno de ellos empuñó un estilete, mientras que los otros dos se miraron, aterrorizados, sin saber qué hacer. Ese lugar había estado del todo aislado: nadie entraba ni nadie salía de él. A los de fuera no les importaba lo más mínimo el preso, y al preso no le importaba lo más mínimo los de fuera. Pero parecía que algo había cambiado. Un acto filantrópico, pues sólo podía tratarse de eso, había traído a las puertas de su torre a un grupo de caballeros con una clara intención beligerante.

Los caballeros se colocaron en formación de cuña y se dirigieron, con pasos metódicos, hacia los carceleros.

Un grito resonó en todo lo alto de la torre, seguido de dos más, llegando hasta la habitación del preso. Eran gritos funestos, de moribundos. Acto seguido, se hizo el silencio, pronto roto por unos pasos que subían las escaleras de caracol. Los pasos eran de tres personas, y no sonaban como los del carcelero, que llevaba unos zapatos de esparto, sino que resonaban con un ruido metálico, como si el que lo originase fuesen unas botas de hierro.

El preso se arrebujó en la áspera manta, aterrorizado. Una luz, débil, sirvió de precedente a la comitiva que subía los escalones. Entre resoplidos, un tipo alto y embutido en una coraza se plantó delante de la puerta del preso, empuñando una antorcha. Su rostro estaba cubierto por un yelmo, que sólo dejaba ver los dos ojos por una estrecha ranura. Detrás de él subieron dos hombres más, resollando y con una pesada cota de malla.

El que encabezaba la comitiva desenfundó un pesado mandoble y asestó un potente golpe en la cerradura de la puerta. No hubiese hecho falta. La cerradura estaba tan deteriorada que con un mero empujón la hubiese podido abrir. El hombre se adentró en la habitación mientras sus dos compañeros quedaron flanqueando la puerta.

- Venid.- Fue la única palabra pronunciada por el hombre, dirigida al preso. Éste, tremolando, se dirigió hacia ese imponente caballero.
- Uno… uno no sabe… qué…qué… qué queréis. Dejad a uno aquí.- Suplicó el preso.
- ¿Qué?- El soldado miró sin entender lo que le decía el preso. Poco después,
encogiéndose de hombros, agarró al preso por los hombros y lo arrastró fuera de la habitación.

El preso pronunció una queda protesta, negándose en redondo a abandonar su celda por nada del mundo, y por eso tuvo que ser entre trompicones que consiguiesen sacarlo de su jaula, llevándolo por las sinuosas escaleras hasta fuera.

El preso contempló con miedo los atroces cadáveres de su carcelero y el de dos tipos que no conocía de nada. La sangre lo llenaba todo: el suelo, los cuerpos sin vida de los hombres, las mesas, los cuadros… Gimiendo de terror intentó vanamente zafarse del cautiverio del forzudo caballero, que miraba sin comprender al preso. Con una de las manos mantenía sujeto al preso mientras que con la otra golpeó la puerta para abrirla.

Fuera estaba amaneciendo. El preso contempló, maravillado, todo lo que había a su alrededor. A sus espaldas, la magnífica torre recubierta de líquenes. Delante de él la gran vastedad del mar azulado golpeando contra el arrecife. A los costados la gran estepa brillando por el rocío y recibiendo los primeros rayos del astro rey. Éste brillaba con un fulgor anaranjado que maravilló al preso, pues nunca antes había visto el sol. También fue ésa la primera vez que vio la luna, que aún brillaba con una luz mortecina, a punto de desaparecer.

Lentamente apartó la vista del cielo y la dirigió en lontananza, donde distinguió una sinuosa cordillera que se alzaba con una altura inimaginable, casi rozando el cielo.

Tan embelesado quedó por esas vistas que no podía fijarse en nada más que en todo lo que allí veía por primera vez. Era… espléndido. Nunca antes se había sentido de esa manera. Se maldijo por haber perdido toda su vida sin intentar siquiera acercarse a ese paraíso. Pero, no podía dejar de pensar, ¿cómo hubiera él imaginado tamaña belleza?

Dando tumbos, se fue acercando, sin darse cuenta, hacia el mar. Asombrado por su inmensidad, se acercó al arrecife. Dio un paso, y luego otro. Pero de súbito, una piedra, mojada, le hizo perder pie y cayó al vacío…

El vació lo atraía hacia el centro, y él caía, caía irremediablemente, caía hacia la más negra de las negruras, hacia la vastedad de la nada.

Y de pronto, despertó, sudoroso. Se encontraba en su jergón de paja, en su celda. Estaba todo oscuro. A tientas dio con un candil y lo encendió. La mortecina luz iluminó la celda que tan bien conocía. Poniéndose en pie, y aún con el corazón desbocado, miró alrededor, aún sin estar seguro que aquello había sido sólo un sueño. La puerta estaba cerrada y el hierro no parecía forzado.
Paseó la vista por toda la celda y no detectó el menor rastro de que alguien hubiese entrado. Entonces dio con el libro que había estado leyendo antes de acostarse. El título era ilegible, pero recordaba que hablaba de hermosos lugares, de bellos amaneceres, de grandes estepas, de esplendorosas montañas.

Todo había sido un sueño, pero… ¡tan real! ¿Y si eso fuera cierto? ¿Y si lejos, fuera de esos muros, existía el mundo tan maravilloso del que hablaban los libros? ¿Y si él había malgastado su vida entre esas cuatro paredes, ciego a la belleza, ciego al futuro, ciego a la realidad?

De súbito, tomó una decisión. Se levantó del jergón de paja con gesto decidido. Arrambló con furia sus escasas pertenencias y se dirigió hacia la puerta. La examinó con mirada crítica y no le costó demasiado darse cuenta de que la podría forzar. Utilizando un trozo de viga que se había desprendido del techo tiempo ha hizo palanca y escuchó cómo el viejo y desgastado hierro cedía a sus esfuerzos.

Se escurrió fuera de la habitación y se adentró en las tenebrosas sombras que todo lo cubrían. No sin cierta aprensión empezó a bajar las escaleras de caracol que se arremolinaban y parecían descender hacia el mismísimo infierno.

Tras un duro descenso llegó, silencioso, hasta la planta baja. Procurando no hacer el menor ruido avanzó hacia una puerta que había delante y por la que se escabullían unos leves rayos de luz. Se apoyó en la basta pared e intentó ver algo por el resquicio de la puerta. Sólo pudo distinguir tres grandes sombras que se reflejaban en el vasto suelo de piedra y que no parecían apenas moverse.

Se alejó con pasos cautos de la puerta y se dirigió hacia lo que creía que era la salida. La puerta, de roble macizo y reforzada con amplias barras de hierro, tenía un porte imponente. Aun así, el preso, recordando su sueño, llegó a la conclusión que no era tan resistente como parecía, pero de todas formas él era demasiado enclenque como para conseguir derribar esa imponente puerta a mandoblazos.

El preso contempló, desasosegado, el obstáculo que impedía su nada meditada fuga. Jamás sería capaz de franquear esa enorme puerta, a menos que diera con la llave. Recorrió con afán la sala, en busca de alguna llave.

Como si la Providencia estuviese de su parte, sus ojos se toparon con una alargada y oxidada llave que, a juzgar por su forma, le abriría la puerta. Alargó el brazo y con manos trémulas asió la llave.

La puerta se abrió sin problemas y una leve brisa veraniega entró por la puerta, sacudiéndole el rostro por primera vez. Fuera, todo era tal y como había soñado. O eso creía hasta que, de súbito, divisó, en lontananza, tres gráciles figuras montando sendos corceles blancos. Uno de ellos iba embutido en una coraza, y los otros dos llevaban cotas de malla.

Un frío terror empezó a invadir al preso, que notó cómo los huesos se le helaban hasta el tuétano y un leve temblequeteo le hacía imposible dejar de mover las manos. Con una expresión de pavor pintada en el rostro y con la clara imagen de la caída del sueño en la mente, se alejó de la puerta y la cerró de nuevo, cerrando así cualquier posible vía de escape para él.

El corazón le latía alocadamente, y las manos aún no le respondían. Tan raudo como sus delgaduchas y débiles piernas le permitieron corrió a poner un viejo banco contra la puerta y a alejarse del lugar.

Subió renqueando las escaleras y se adentró en su celda. Cerró con firmeza la puerta e intentó bloquearla con la mesa. Acto seguido se dejó caer en el jergón de paja.

Nada sucedió en el transcurso de las horas venideras, y él agradeció su buena elección. Allí estaba protegido, seguro, era libre y dueño de su destino. Nadie en su sano juicio hubiese escogido una vida de riesgos y donde, presumiblemente, le esperaba la muerte. Había, en sueños provocados por su apasionada lectura, probado la libertad. Y la detestaba. Pidió a la Providencia que le ofreciera una larga vida y se fue a dormir tal y como había amanecido: preso. Sólo que ahora era un poco menos consciente de que estaba preso.


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